Diario de lectura
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Chicas muertas, Selva Almada
08/03/2025
Leer
¿Es una falta de respeto utilizar el tarot para aprender más sobre las mujeres asesinadas de las que estás escribiendo? Supongo que muchos piensan que no; de lo contrario, este libro no se habría editado ni habría gozado de tan buena recepción. Yo creo que sí: una falta de respeto para las víctimas, en primer lugar; y, en menor nivel, una falta de respeto para el lector, que espera encontrar en una crónica o un libro de no-ficción cierta seriedad, cierto rigor periodístico. Al menos, eso esperaba yo de Chicas muertas.
Intuyo ya dos posibles contraargumentos. Uno: este libro no es un reportaje, no es una biografía, ni siquiera tiene por qué ser una crónica —he oído que se refieren a él como novela, que hablan incluso de «autoficción»—; el texto quedaría libre, por lo tanto, de las exigencias informativas del periodismo. Dos: el tarot es un método de investigación, aunque no sea científico, y puede enseñarnos gran cosa sobre el «inconsciente colectivo».
El punto uno es sólido. Selva Almada no escribe aquí solo sobre las chicas muertas (María Luisa, Andrea y Sara, tres víctimas reales de femicidio), sino también sobre ella misma, sus experiencias con la violencia, las historias que ha oído, lo que ha leído en otra parte. Este libro no es, no necesita ser, un repertorio de datos duros, un calco del expediente. Y por eso el recurso del tarot sería perdonable si se manejara con inteligencia, si añadiera un valor estético significativo a la obra. Al contrario, la mayoría del tiempo me parece que le juega en contra. La tarotista es una máquina de clichés: «Él no la mató. Él estaba enamorado de Andrea, dice la Señora. En algunas culturas de la antigüedad se creía que el alma vivía en los ojos ¿sabés? Entonces los amantes se intercambiaban las almas a través de la mirada [...] Pero cuando uno dejaba de amar al otro, recuperaba su alma y se quedaba también con la del amante. Cuando alguno de los dos muere, debe ser parecido. Andrea se llevó también el alma del Pepe».
¿Quién es Pepe? Un hombre que fue sospechoso de haber asesinado a Andrea, al que múltiples testigos afirmaron haber visto junto a ella en diversas ocasiones, pero que en los tribunales afirmó «que solo la conocía de vista». Este conflicto, esta pregunta abierta, se resuelve con la declaración que acabo de citar. La tarotista dice No, él estaba enamorado, no pudo matarla. Y el asunto ahí se queda. ¿Estoy loco? ¿Es mi culpa que esto me resulte frustrante, barato, casi ofensivo?
No pido una novela de detectives. No pido un thriller. No pido que Selva Almada, o la narradora, o la protagonista, se ponga el traje de fiscal y encuentre a los culpables que no se han encontrado en décadas. Lo que pido es apenas lo que le pido a cualquier obra literaria: que lo que esté ahí escrito, esté escrito por una razón, y contribuya a la construcción de la obra, a hacerla más bella o más interesante. Con pocas excepciones, siempre que la tarotista interviene es para dar interpretaciones fáciles —y por supuesto, carentes de cualquier fundamento— de los hechos. Así, resulta que Sara probablemente no está muerta, porque jamás «habla» (a través de la tarotista). Y que el papá de Andrea tal vez no es el papá de Andrea, porque en las cartas «siempre sale del lado de la violencia».
Se objetará, con justicia, que en ningún momento se presentan estas revelaciones del tarot como respuestas ni verdades absolutas, sino como simples sugerencias o verdades posibles. Yo considero que la mera inclusión de estos episodios en el texto equivale a otorgarles relevancia, a pretender que se puede aprender algo de ellos. Lo que me lleva al punto dos: el tarot nos muestra el inconsciente. ¿Sí? En Chicas muertas, no lo parece. Las cartas son siempre un medio para develar hechos concretos, qué pensaba cierta chica sobre algo, cómo se sentía al morir, cuál era su relación con tal persona. ¿Dónde está el análisis? ¿Dónde está la exploración de los recodos de la mente?
Hablo del tarot, porque es lo que más le molesta a mi mente de cuadrado escéptico, pero el tarot no es más que un síntoma del que juzgo el problema general del texto: una falta de rigor, y por lo tanto una falta de cohesión. Leer este libro se siente como leer una colección de apuntes. Apuntes, por qué no, autónomos y bien escritos, pero apuntes al final. Y no, no está mal que un libro esté hecho de apuntes más o menos inconexos (tenemos tantos textos de estructura fragmentaria, tantos borradores que se volvieron clásicos: ahí están los Pensées de Pascal), pero en este caso no se sostiene. Y creo que se debe, en gran parte, a la promesa hecha al comienzo del libro, en forma de un monólogo de la tarotista: «Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir». Y más adelante, la narradora hablando consigo misma: «Yo creo que lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo ¿entendés?». La propuesta es, entonces, comprender a estas chicas: crear una imagen panorámica de lo que ellas fueron.
Al final del libro, sin embargo, nada de esto ha ocurrido. Obtenemos montones de información anecdótica relacionada y no relacionada con las chicas, pero estos datos, estos apuntes, nunca se juntan para crear un todo. No hay iluminación, no hay imagen, no hay piel surgiendo de los huesos. La promesa era vana desde el inicio. Las chicas muertas siguen muertas; y los muertos, por más que médiums y videntes piensen lo contrario, no pueden hablar.