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Textos

Algunas confesiones sobre la muerte [1]

El mes pasado leí Los años de peregrinación del chico sin color, de Haruki Murakami. Comienza así: «Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir». El libro, en general, me pareció banal y hasta un poco malo; quizá llegué hasta el final sólo por inercia, por amor a esas primeras líneas que me atrajeron con la secreta fuerza de un conjuro.

El asunto tiene algo de engañoso: la mayor parte de la novela no se ocupa del Tsukuru joven y su relación enfermiza con la muerte, sino del adulto que ya ha superado aquella crisis (en apariencia, al menos) y que busca ahora reencontrarse con los viejos amigos de su adolescencia. La primera historia me interesaba harto más que la segunda; admitiré de inmediato que este interés mío es también memoria e identificación. También yo, durante un espacio de más de seis meses al comienzo de mi preparatoria, viví pensando en morir. Mi caso es distinto al de Tsukuru; mientras que él era una especie de suicida pasivo que «habría abierto [la puerta a la muerte] sin titubear», yo pasé todo ese tiempo agobiado por un infinito terror a perder la vida.

Aún hoy, no lo comprendo por completo. Nada amenazaba mi seguridad, ni mi bienestar siquiera. Nadie quería matarme. No estaba enfermo; ninguna pandemia letal apretaba —todavía— nuestros días. Pero la realidad es que a lo largo de aquel medio año difícilmente me ocupé de nada más que de la muerte. Al despertar, la recordaba de inmediato; era lo último que llenaba mi mente antes de dormir. Antes de leer un libro, comprobaba la fecha de muerte del autor. Si seguía vivo, pensaba: aún. No sé si exageraba, pero varias veces en aquel tiempo dije que la presencia de la muerte jamás me abandonaba, ni siquiera por un segundo. Incluso cuando me entregaba a un trabajo demandante, la conciencia de mi propia mortalidad me permeaba entero, como la sangre a un recién nacido. La sentía pegada a mi piel; caliente, pegajosa, corrosiva. Con catorce años, me sentía como un reo esperando su ejecución.

No me preocupaba la posibilidad de morir pronto sino el simple hecho de mi futura muerte, de la imposibilidad de sustraerse a ese destino. Todo plan, toda esperanza, toda felicidad parecía trivial e inadecuada frente a esa certeza. Saber que un día dejaría de mirar, de sentir, de ser. En busca de respuestas, leí a los estoicos y a los budistas; leí a Cioran; leí, a través de artículos de divulgación, lo que la neurología tenía que decir acerca de la conciencia; hablé con amigos; hablé con mis padres; hablé, incluso, con una psicóloga. No encontré respuestas porque no existen respuestas. Me dijeron que era muy joven, que no era tiempo de preocuparme; yo rechacé y sigo rechazando esa salida. (La muerte no ignora a ningún humano y ningún humano debe ser capaz de ignorarla). La psicóloga me dijo que necesitaba aferrarme a una creencia, a la que fuera; me explicó que ella estaba segura de que todos éramos «energía» del universo que se transformaba sin desaparecer nunca. Jamás fui capaz de tomarla en serio. En cambio, cuando leí ese poema de Walt Whitman en el que afirma que todo lo que existe está dotado de un Alma eterna, estuve a punto de creerle. Las dos ideas no son muy distintas; me atrevería a decir que son la misma. Si Whitman casi pudo convencerme, es sólo porque él lo dijo mejor. Tal vez en eso yace todo, tal vez esa es la única respuesta.

En Whitman había, además, una plena conciencia del miedo. «¿Te has dado cuenta de que tú mismo no continuarás? ¿Te han aterrado estos escarabajos? ¿Has temido que el futuro ya no será nada para ti?». «Sí», me habría encantado responderle a gritos. En las palabras de alguien más vi reflejado, quizá por primera vez, ya no mi alegría ni tristeza sino mi terror. Cuando los demás intentaban reconfortarme, distraerme, el poeta expuso mis temores con claridad: «el que antes era Presidente ahora está enterrado, y el que ahora es Presidente sin duda habrá de ser enterrado también». Al respecto del poema, escribí en una vieja libreta: «no estoy seguro de si [el alma eterna] es literal, o sólo una metáfora de algo que aún no puedo comprender». Sin ser mucho más listo que entonces, sé ahora que Whitman creía en la inmortalidad del alma, que no hay metáfora ni engaño, sólo poesía; poesía que es verdadera en la misma medida en la que es bella, nítida, luminosa.

Aun así, Whitman no me salvó. O, al menos, no de inmediato. Seguí obsesionado por un tiempo, observando el inicio y término de los meses en espera de algo que pudiera ayudarme a escapar. Llegaron las vacaciones, llegó Navidad, llegó el año nuevo. No recuerdo si llegó mi cumpleaños. Mi liberación fue lenta, no como una nariz que se destapa de súbito sino como un enamorado que olvida por partes, un poco todos los días. No hubo revelación, ni batalla final, ni grito de victoria. No sé en qué momento pude vivir otra vez, pero acepté mi resurrección con alivio. No hubo esfuerzo de mi parte, ni me pareció haber aprendido nada. Fue como si hubiera atravesado, centímetro por centímetro, el más largo y maloliente de los pantanos. Alguien más podría considerarlo una hazaña, pero yo no hice nada más que caminar.

Aún pienso mucho en la muerte, aunque ya no con la misma insistencia ni el mismo pavor. Ya es menos un pensamiento intruso y más un recordatorio consciente, algo que no me permito a mí mismo olvidar. Morirás. Nada que hacer al respecto. No seas muy arrogante, muy codicioso, muy superficial. Un día dejarás de existir.

No se entienda por esto que la he dominado. Si acaso, he aprendido a alejarla; de tenerla enfrente, no podría sostener su mirada. Mis peores pesadillas, por fortuna no muy frecuentes, son también las más simples: alguien va a dispararme, o se desata un desastre natural, o de alguna otra forma sé que voy a morir. Despierto siempre con un estremecimiento y con la inexpresable gratitud de seguir vivo. Por el momento, siempre por el momento.

Este mes, leí los cuentos de Juan Manuel Torres. Son sólo quince. Torres murió a los cuarenta y un años, en un accidente automovilístico en la Ciudad de México. En «El viaje», que consideraba el más ambicioso de sus cuentos, se preguntaba: «¿Dónde estará el lugar de mi verdadera muerte? ¿Cuál de todas estas muertes cotidianas no serán sino un espejismo, unas ganas de huir del destino preparado, del destino que espera..?». Me pregunto si antes de morir tuvo tiempo de darse cuenta, de entender que esa muerte era la muerte y no un mero simulacro. Si algo puedo pedir sobre mi muerte, es eso: la oportunidad de encararla y entregarme a ella, el espacio de un instante para comprender que el juego ha terminado. Un instante para apretar los ojos o para mantenerlos bien abiertos; el tiempo exacto para decir adiós a nadie más que a mí mismo. Ese es mi deseo, el más egoísta posible.

Este año cumpliré veinte. A lo largo de la historia registrada, poquísimas personas se han acercado a los ciento veinte años; por lo tanto, si somos optimistas —desaforadamente optimistas— he perdido ya una sexta parte de mi vida entera. Si pensamos, en cambio, en la esperanza de vida en México (setenta y cinco, que podemos redondear a ochenta), me quedan tres cuartos de vida. Si por alguna extraña maldición he de morir a la misma edad que Torres, significa que estoy ya a medio camino. Sin embargo, él mismo sería el primero en decirme que el tiempo no es matemática, que la vida no es matemática, que el pasado y el porvenir son mera memoria y especulación, que lo único que existe es un presente inasible, intocable, incomprensible para el ojo humano.

Desde aquella crisis, desde aquella obsesión, he leído y vivido tanto como puede hacerlo un adolescente ansioso y algo torpe. He encontrado la muerte en los escritos de Zhuang zi, de Borges, de Saramago, de Castellanos, de Ciprián Cabrera Jasso, de los prehispánicos traducidos por León-Portilla. Me sería imposible explicar cómo cada uno de ellos me ha ayudado a hacer las paces con el último de mis destinos, con el destino que espera. Pero tal vez, por citar de nuevo a Torres, «ni ellos ni yo sabemos nada y todo es una excusa para no despertar». Si es así, ojalá pueda, en el ocaso de mi vida, olvidar todas las palabras, todos los silogismos, todas las ideologías, y cruzar la frontera en silencio, con la sobria desnudez de un animal. Ojalá pueda al fin, como en aquel otro verso de Whitman, caminar tranquila y felizmente hacia la aniquilación.

[1] Este texto fue publicado originalmente en Prácticas de vuelo #1. Leer aquí (pp. 53 - 57).